La selección demoró hasta los 32 minutos del segundo tiempo para empezar a definir a su favor el partido ante los dignos panameños. En el final, un tiro libre brillante del “10” liquidó el partido y coronó la fiesta.
Enviado especial a Buenos Aires.
Era una fiesta en la que el último invitado era el fútbol propiamente dicho. Siempre da gusto ver jugar a Messi. Y más a una selección con la que nos sentimos tan identificados hace poquito más de tres meses. Pero si algo sorprendió, fue que el primer tiempo haya terminado 0 a 0. No porque se subestime el esfuerzo y la dignidad de los panameños, sino porque Argentina dominó ampliamente el partido, pero le faltó el gol. Ni más ni menos.
De a poco y a medida que pasaron los minutos y se fueron acumulando situaciones de gol, apareció en escena la figura de Guerra, el arquero de Panamá. En el primer tiempo, un tiro libre de Messi se estrelló en el poste izquierdo de Guerra. Fue la jugada más clara, aunque Argentina tuvo varias pero sin la suficiente precisión ni contundencia.
Todo se jugaba en el campo defensivo de los panameños. Pero el gol no llegaba. Scaloni puso a Thiago Almada y el equipo tuvo frescura. Arrancó por izquierda, pero metiendo muchas diagonales para juntarse con Messi y los delanteros.
En el primer tiempo, Argentina fallaba adentro del área. Faltaba el toque preciso, se desbordaba bastante (sobre todo por el sector derecho con Molina y Di María), pero cuando llegaba el momento del centro o el pase atrás, no se acertaba. De la imprecisión se valía Panamá para evitar que un gol tempranero (o no tanto) le complique la noche.
Ya el hecho de haber terminado el primer tiempo con el cero en su arco, era un gran logro para los panameños. Más cuando recién pasado los 30 minutos del segundo tiempo llegó el primer gol. Messi le pegó con maestría en un tiro libre que otra vez se estrelló en un poste, arremetió Thiago Almada (uno de los mejores) para empujar la pelota al fondo de un arco que se le estaba cerrando peligrosamente.
Almada marcó el primer gol del cotejo.
Reuters.
El partido, naturalmente, se terminó allí. Pero faltaba la frutilla del postre. Messi tenía dos escollos: los postes y el arquero Guerra, una de las figuras del partido. Sus tiros libres no entraban y el gol 800 se negaba. Hasta que en el último intento, a pocos minutos del final, el chanfle perfecto por arriba de la barrera se clavó en el ángulo superior izquierdo del arco del Río de la Plata y desató el delirio.
La gente vino a festejar. Pero la gente también vino a disfrutar a Messi. El gol se le negaba, pero para él no hubo nada definitivo nunca. Así como intentó siempre, así como no bajó los brazos, así como superó los escollos tan duros que soportó con la celeste y blanca, así también logró en el último suspiro del partido que su tiro libre se convierta en el estallido que estaba faltando y deseando la multitud.
Lo que llegó después fue emotivo, tocante, erizó la piel de todos. La copa del mundo en las manos de los jugadores, la vuelta olímpica y el festejo que no paraba, ni adentro ni afuera. Con Lautaro Martínez adueñándose del micrófono y un show que amenazaba con no parar nunca. Como el amor incondicional y eterno de la gente para este grupo que nos hizo felices para siempre.