Poesía

Marcelo Cutró, el reidor macanudo


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Marcelo pasa sus días trabajando en las oficinas de Chevalier, en la Terminal de Ómnibus de Rosario, escribiendo mucha poesía y codirigiendo junto a Patricio Raffo, la editorial CR Ediciones. Su último libro de poemas Diecinueve casas blancas (CR Ediciones 2021), es como una pintura musical de la laguna más famosa del sur santafesino, Melincué y su esplendoroso pasado del siglo XX. Su gran hotel en medio de una isla, la música de las orquestas escuchándose alrededor de toda la laguna, pero a la vez el terrible pasado anterior, de otro siglo, cuando se libró una gran batalla contra los Ranqueles. “El viento no se lleva nada”, escribe Marcelo y remata: “Cada punto de la tarde tiene miedo a la oscuridad /. Cada palabra tiene su sombra”. El cacique Melin perdiendo Melincué y también al agua de la laguna yodada para el bien de la piel, del descanso del barro en la cara, del fin de semana o las vacaciones de verano del huinca: “Lo fatal profanado. / Pánico de brujos / que al ocupar esas figuras, / relucían su lenguaje”. Marcelo sentencia las derrotas del suelo ganado y avanza en sus estrofas con la inundación, o una de tantas que se llevaron puesto al lujoso hotel. Luego hicieron otro que volvió a inundarse, pero no tanto. Y los poemas rondan por el casino que sigue salvándose como puede, enumerando hoja tras hoja al abuelo negro, a las diecinueve casas blancas que aun resisten y la fauna completa de animales autóctonos, que con su mirada neutra sobreviven todos los tiempos mientras revuelven la tierra en busca de alguna lombriz.

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“Mi viejo era del barrio de Arroyito. Tocaba el bandoneón en la orquesta de Alfredo Santos Bustamante, que en esa época del 60 era muy conocido. Hacían un espectáculo grande de tango y folclore con bailarines y músicos. Salen de gira, mi viejo un poco escapándose de la casa y llegan a Santa Isabel en donde vivía mi madre. Mi padre abandona la compañía y se queda ahí. Tenía 18 años, mi madre 16. Nací en el Hospital Miguel Rueda de Santa Isabel. Después mi viejo trabajó en el campo, fue policía, colectivero, colocaba antenas, hizo de todo. La relación con mi padre fue bastante compleja, pero siempre rescato de él que la cultura del trabajo. Yo sé que hay que trabajar por mi padre. Después de Santa Isabel fuimos a Elortondo, ahí vivía enfrente de un monte de eucaliptos. También vivimos en Wheelwright, un pueblo hermoso y después vinimos a Rosario”, cuenta Marcelo.

-¿Y cómo fue la sensación de un niño pequeño que llega a la gran ciudad?
-Llegué desde Wheelwright directo al barrio de Arroyito, en Rosario. Nunca había visto un taxi, tampoco un colectivo, ni un edificio; para mí era Nueva York. Todo me resultaba hostil y cuando tuve que ir a al colegio que se llamaba Estrada, no quería entrar; me daba miedo. Mi viejo se puso firme y nada; yo seguía llorando. Entonces nos mudamos a Pérez, que era mucho más pueblo. Alquilábamos una casita justo enfrente de la escuela y fue como volver a los pueblos. Terminé la primaria y también la secundaria. Cuando tenía 14 años, volvimos a Rosario, pero yo seguí yendo a Pérez hasta terminar la secundaria. Me recibí de perito mercantil en la Escuela 225, San Martín, divina (ha ha). Y los compañeros que ahí tuve son mis amigos hasta el día de hoy. Pero mis viejos eran un despelote. Deambulamos por Rosario en distintas casas. Se separaron varias veces. Quince años después de mí, nació mi hermana Judith. Y cuando mi viejo se fue del todo, tuve que empezar a trabajar. No teníamos mucho para vivir y para comer. Mi hermana era chica, mi vieja trabajaba de peluquera y yo empecé en el Mercado de Productores siendo un pibe de pelo largo, mameluco y flaco. Era un laburo físico y duro, y yo era un palito así –dice mostrando el dedo meñique. —Era la primera vez que cargaba una bolsa de papas en el lomo, y tenía que caminar unos cuantos metros. Después me enviaron a cargar tomate que era más liviano, más tarde atrás del mostrador y así me iban ascendiendo. Llegaba cansado de laburar todo el día y por una paga bastante exigua, pero ayudaba para vivir. Mientras tanto estudiaba la carrera de Psicología y más tarde empecé en Humanidades, en Letras. Después estudié fotografía y nunca me recibí de nada. Actualmente trabajo en las oficinas del Urquiza-Chevalier, en la Terminal de Ómnibus. Suelo salir a veces muy saturado del trabajo porque me toca contar plata o vender pasajes, hablar con gente, pero el cansancio físico es otro.

 

Marcelo Cutró.
Gentileza.

 

-¿Cómo fue que empezaste a escribir?
-Por enamoramiento. Me gustaba muchísimo Andrea Ortega, mi compañera de primaria, de quinto grado. Su rostro fue el que me provocó a escribir poemas rimados, todos horribles (risotada barítono). Escribía por lo que uno escuchaba o leía en esa época y por supuesto, nunca le di esos poemas a esta piba ni tampoco se enteró de esto. Esos poemas fueron a parar al fuego. Más tarde me alié a una compañera, Mónica Núñez, que también escribía y compartíamos escritos. Pero el salto verdadero se inicia cuando ingresé a la Facultad de Humanidades y Artes: la cabeza, el alma y el cuerpo estallaron en mil pedazos. Me abrió el cuerpo al sexo, a las drogas, a las lecturas, las novias, los amigos, la noche, el peligro. Fue una de las aperturas más hermosas que haya tenido y vivo tentado de escribir una narrativa poética (algo raro) sobre esta enorme experiencia y se llamará 1986, porque fue un año muy bisagra en mi vida. Al menos el título ya lo tengo (risas “A”). Un profesor me dijo que solamente en la universidad uno iba a leer a autores como Saussure, Benveniste, Durkheim, Foucault o Marx y tenía razón. Salíamos de las clases para después encontrarnos en el boliche San Telmo o en El Cairo. Esa bohemia de caminar la calle todo el tiempo y descubrir el mundo. “Después empecé en los talleres literarios. Tuve la suerte de ganar en una convocatoria para asistir a un taller de poesía con Diana Bellesi, en la Casa de la Poesía de Buenos Aires. Mandé material y quedé seleccionado. Hice un curso junto a un grupo hermoso que me ayudó a abrir las puertas de todo. Después se hizo una pequeña antología con los que terminamos el taller. La llamamos Felicidades y el prólogo lo hizo Diana, en el año 2005. Más tarde empezaría con Alberto Muñoz. Había conseguido su teléfono a través de una gran amiga. Yo lo admiraba por muchas cosas, en especial por las letras que había escrito para las canciones del disco de Diana Vitale. Cuando le dije que quería tomar clases con él y que vivía en Rosario se sorprendió. Porque él vive en Buenos Aires y yo podía viajar por mi trabajo en la empresa de transporte, y así fue. Como al que le gusta el fútbol y estudia con Maradona, fue el sueño del pibe. Empecé en el 2006 y dejé de ir a principios de este año. Bajo su sistema de talleres individuales aprendí a cambiar mis métodos. Alberto cambió mi destino, logró hacerme entender que la escritura también es un trabajo cuando yo creía que hombrear bolsas en el Mercado era el verdadero trabajo. La gente de Buenos Aires con la que me encontré en este camino de la poesía me abrazó, me sigue abrazando y no tengo más que palabras de agradecimiento.

-¿Cuándo publicaste tu primer libro?
-En el año 93, un primer libro de poesías que se llamó Los Lugares con Noche. Tenía 26 años, la editorial, que no existe más, se llamaba La entrepierna del Sábalo. La trabajaba mucho mi amiga Mariana Brebbia, que es una gran poeta. Hubo una tirada de 150 ejemplares. No me queda ninguno, pero mi hermana tiene uno, y mi hija otro y eso es suficiente. Es el que yo más quiero, los quiero a todos mis libros, pero en el primero aparece todo lo que uno después puede desarrollar. Y lo hermoso de ese libro fue la presentación que se hizo en la librería de Jorge Isaías, en la calle Paraguay. A Jorge lo conocí en el año 1992, en Bariloche, de una manera increíble. Fui a visitar a un primo y de casualidad, la ciudad estaba en pleno Festival de Poesía Bariloche, y me acerqué a charlar con él y terminamos haciéndonos muy amigos. Al año siguiente le digo: “che, loco, quiero que me presentes mi libro y tengo una amiga también que quiero que nos acompañe, es Liliana Herrero”. Y bueno tengo el orgullo de contar que mi primer libro lo presentaron Liliana Herrero y Jorge Isaías. Mucho tiempo después de Los lugares de la noche, Marcelo publicaría su segundo libro cuyo título es Santa Isabel, en el año 2002 con la editorial Los Lanzallamas que dirigía Abelardo Núñez. En el año 2008 publicó Espina de Agua, con Ediciones en Danza. En el año 2012, también con Ediciones en Danza, publicaría Rumania - Santa Isabel. En coautoría con Patricio Raffo, La Edad del mar con CR Ediciones en 2021, el mismo año en que fue curador del Festival internacional de Poesía Rosario junto a Marina Maggi, María Lanese, Paola Santi Kremer y Maia Morosano.

-¿Cómo fuiste construyendo tu obra?
-Cuando publiqué Santa Isabel, convivía con Claudia Milán, la madre de nuestra hija Julia, fuimos al pueblo para sacar fotos de la casa en donde viví y una de ellas fue para la tapa del libro. Es un trabajo con diferentes secciones, hay poemas de amor, sobre el pueblo y sobre mucha gente. El libro Rumania - Santa Isabel, consta de dos poemas largos; uno es Rumania donde da cuenta de la obra del artista rumano Constantin Brâncuși, de cuya obra quedé fascinado. Investigué “El Beso”, “La avenida de las sillas”, “La columna sin fin”, “La puerta del beso”, algunas de las obras que este escultor nos dejó. El otro poema, Santa Isabel, también casi de la misma extensión, cuenta sobre la obra de la curandera de mi pueblo. Me curó cuando yo era chico con la pata de cabra, por supuesto. Hice una investigación y trabajo de campo en el pueblo y también cotejé a través de los relatos orales de mis tías, un material extraordinario. Cuando hice la presentación del libro en Santa Isabel, tuve que explicar que era el nieto del negro Martínez, porque la verdad era que había vivido muy poco en el pueblo. Mi abuelo era negro, bien negro con palmas blancas; intento defender esa negritud en mi familia. Después unos chicos hicieron un documental sobre la curandera y yo le puse voz en off con algunos textos de ese libro. En Diecinueve casas blancas, intento contar una historia y a la vez rendirle homenaje a mi madre que se había muerto, a mi abuelo y a todas esas leyendas de la zona. También hice una investigación y un trabajo de campo sobre los ranqueles cuyo arreglo, a modo de ficción, consistió en agregar partes de un trabajo que mi bisabuelo había escrito. Es uno de los libros que más quiero.


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