Literatura

Lila Gianelloni: la gran amiga de los lazos y los abrazos

La vida de Lila Gianelloni no tiene desperdicio. Fue trabajadora de múltiples oficios y artista de varias disciplinas como el dibujo, el teatro y la literatura. Finalista en dos oportunidades del Concurso de cuentos del Fondo Nacional de las Artes, considera que un libro debe ser publicado en el momento justo, cuando esté listo y el proceso del horno lo haya dejado lo suficientemente esponjoso como para salir a la calle.


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“Nací en Rosario. La primaria la hice San Jerónimo Sur. El escenario del teatro tiene el nombre de mi mamá porque era bailarina y el dispensario tiene el nombre de mi abuelo. Después todos los hermanos fuimos a la Dante Alighieri, en Rosario, yo vivía a media cuadra. Iba a la tarde, me levantaba, me quedaba en la cama hasta el mediodía y me iba caminando al colegio. Lo terminé en cuatro años, porque me aburrí. A quinto lo rendí libre; tenía 16 años y ya estudiaba Arquitectura, pero yo quería escribir e iba a la Facultad para dibujar. Todas las cosas que estudiaba eran para hacer otra cosa, no eso. Quería hacer todo en una etapa de mi edad en la que no era como para andar decidiendo mucho, pero me las arreglé. Pasé mi adolescencia encerrada dibujando. Iba con un maestro de teoría del color y de modelo vivo, y dibujaba. Me encantaba dibujar. Hasta el día de hoy todavía lo hago. Me gusta cualquier cosa que sirva para contar una historia”.

“En la Facultad era amiga de Horacio, el hijo de Angélica Gorodischer, e iba a su casa. Veía cómo Angélica se organizaba con sus tres hijos y después se iba a su habitación a escribir. En esa casa conocí a Jorge Isaías. Era muy joven y fumaba pipa y nosotros éramos pendejos y dábamos vueltas por ahí. Ella escribía siempre, creo que estaría escribiendo Trafalgar, allá por el año 77. Y la veía teclear la máquina de escribir, charlábamos, le mangueaba cigarrillos, me mandaba a comprar, íbamos, veníamos. El marido era la persona más amorosa del mundo. Justo lo habían dejado cesante en la facultad. Y tenían un perrito, Salchicha y yo iba muchísimo a esa casa y los amigos de ellos estaban siempre ahí como Isaías y otros más”, cuenta Lila.

—¿Y cómo empezaste a escribir?
—Desde muy jovencita, a los ocho años publiqué un libro hermoso, una autoedición de un libro infantil. Para mí estaba extraordinario; hacía todo con mucha seriedad. Escribir no era algo que me resultara extraño, era simplemente dado, una cosa natural. Ahora está lloviendo, cae el agua de arriba para abajo, bueno: escribir se escribe. Y escribía y leía y no hay nada que me guste más. Y en la secundaria cuando tenía 12 o 13 años escribía poemas. No sé cómo habrán sido porque los iba juntando en una carpeta y un día agarré y la tiré entera. De ahí me mandaron a una psicóloga y hasta el día de hoy fui sin parar. Era una analista que se llamaba Noemi Deutscher. Creo que había estudiado con Freud más o menos, porque era vieja. Yo era muy chiquita, pero tenía mucha sensibilidad. Siempre leía el diario, estaba atenta. Y después la cuestión se puso jodida, en especial en esos años, los ’70 que empezó a decirme: “dejá eso, no escribas esas cosas”. Por supuesto que yo leía a Vallejo, Guillén, Martí, me sabía de memoria los poemas, sus cosas, pero no tenía una militancia. Me atraía la cultura como herramienta para manifestar las ideas, para contar historias y dar una idea de lo que pasaba en ese momento. Y la dictadura me plantó un freno. Después empecé teatro y ahí ya aparece Bertolt Brecht y dejo de escribir. Mientras tanto aprendía y leía un autor e iba inventando cualquier historia, ya sea para hacer teatro, ya sea para dibujar o escribir un cuento.

“Cuando empiezo a pensar en que podía escribir abandono el teatro. Mientras tanto era secretaria de prensa del Sindicato de los Maestros; trabajaba en una revista que se llamaba Teatro Popular, en los años 80, que la hacíamos con Miguel Franchi. Y me dije bueno, yo invento una historia y le pongo mi nombre, porque es para uno. Uno se autoriza. Tengo algo que algún valor puede tener y tendrá mi nombre. Ese es el punto de inflexión en la vida de un artista.”, cierra Lila.

La actriz
“En donde yo era docente, en la escuela que la tengo guardada en el corazón, muy querida y muy lejos de todo, la 1257 del barrio Las Flores, los viernes, a la salida del colegio, me iba a Máximo Paz en donde se filmaba una película y yo era actriz. Como no tenía tiempo para ensayar y era mi primer largometraje, cuando salía de mi casa, en la calle Edison, me iba caminando hasta San Martín y practicaba el personaje que caminaba mucho. Parecería una loca por la calle, pero la gente ya me conocía, e iba practicando con la mochila y las cosas con las que iba a dar clases y el guardapolvo y me llevaba un bolsón con el vestuario. Cuando salía de la escuela, iba hasta la ruta a tomar
un colectivo y me quedaba el fin de semana en Máximo Paz. Nos alojaban en la casa de Pedro Cantini que también actuaba. Yo era un personaje que no tenía parlamento, pero se fue ganando un lugar. Era la esposa de Norman Briski y lo increíble fue que no nos vimos porque él hacía un personaje que desaparecía y yo lo buscaba. Por eso no filmamos juntos. Después comíamos unos asados enormes. Y en eso de estar un poco loca, hice varias cosas así y una dice bueno, no me detiene nada porque es una fuerza más grande de lo que uno puede abarcar y no se puede sofrenar. Después participé en Teatro Abierto y otras participaciones más arriesgadas en algunos momentos”.

Lila publicó su primer libro Mapamundi con Paisanita Editora, en 2018. Contiene 9 relatos breves cuya voz narrativa pareciera unirlos a todos en una sola trama. Luego publicaría Lobo, con Libros Silvestres, en 2019. Es un solo relato corto basado en el encuentro entre un perro de caza y un lobo salvaje. Cabe destacar que en casi todos sus cuentos y relatos la naturaleza pareciera ser la mayor protagonista. Lila se asemeja a las descripciones de Mick Jagger cuando habla de sus publicaciones: “teníamos 40 canciones y elegimos estas diez que formarán parte del disco”. Lila escribe mucho, su disco rígido conserva mucha obra, pero publica poco. La primera mención del Fondo Nacional de las Artes en el género “Cuentos” le fue otorgada en 2010 por el libro La madre oscuridad, que se mantiene guardado en su memoria y todavía no lo publicó. En 2016 volvió a recibir el mismo premio por Mapamundi. En el año 2022 publicó su último libro Volver a casa, con la editorial Obloshka; una obra llena de paisajes, de lo siniestro latiendo por cada hoja y de una belleza sutil que se sugiere entre atmósferas de fraseos breves.

“Todavía tengo mucho material guardado que a lo mejor nunca vayan a ver la luz, porque no lo ameritan. El libro Volver a casa, tiene cosas viejas. Empieza con un cuento que escribí en el 2008, y termina con uno más actual. “La Gallina” es un cuento viejo, pero no tanto como “Perdido”, que es el primero. Y el último que es el del nene que se pierde en el mar, me lo aplauden mucho. Es un cuento terrible, no sé por qué escribo esas cosas tan horribles. Yo tengo que reírme, porque me gustó, me impactó”.

Máximas Gianelloni
Lila tiene una memoria de elefante, en su taller literario puede escuchar un cuento completo de 35 páginas y sugerir cada detalle de cada oración o párrafo en donde haya características para mejorar. Su conversación amable completa el cuadro, es imposible ofuscarse ante sus consejos y luego de sus charlas, todos salimos mejores escritores o felices incluso. Aquí algunas de sus (largas) frases célebres.

- No hay que tener apuro. Porque uno tiene que tomarse su tiempo. La literatura es tiempo. Hay gente que publica todo lo que se le pasa por la cabeza y no tengo nada para objetar de eso. Son criterios. El mío es: no tengo por qué y voy a elegir qué.

- Publicar es decir: “yo tengo todo esto y puede ver la luz, quiero que venga y estoy dispuesta a hacerme cargo de esto que traigo”. No podés largar un libro a la calle y meterte en tu casa a darle la espalda. Hay que acompañar, dar cuenta de eso, ocuparse y hacer lazos. El trabajador de la cultura tiene sus grupos, su orientación, el que aconseja, el que acompaña, el que te dice: “mirá, te voy a presentar a Fulano”; o: ‘andá a tal reportaje que ella es la periodista’. Eso se llama lazo y para hacer lazo tenés que moverte y eso requiere de un tiempo
extra.

- Primero se escribe, después se piensa, después se publica. Anteriormente no se me había ocurrido esto de mostrarle a otro lo que tenía escrito porque no me importaba, creía que no tenía valor. Tengo por ejemplo un poemario que lleva más de 20 años guardado.

- No soy una persona que tenga algo interesante para decir. Solemos tener una idea de nosotros mismos que no sé si es la adecuada. Es como que nos hacemos un personaje. Me gusta la relación con los escritores y me importan sus afectos, me encanta conocer a sus familias. La amistad es importante en el arte porque hay conversaciones que no se pueden tener con otros. Un escritor amigo te puede comprender, escuchar, compartir y cuando una cuenta su historia parece que se materializa. Si se me ocurre una idea de una novela donde muere tal persona y voy a sobrevivir a la otra y no sé cómo seguirá, ese alguien compartirá esa felicidad. Tengo amigos en Buenos Aires que cada vez que voy parece que los vi ayer, enseguida les cachás en qué andan, cómo va evolucionando su arte, qué búsquedas hacen… Es una conexión, una sensación, como un estado de receptividad de ciertas cosas que otros no te lo van a entender porque exige detenerse. La vida diaria viene marcada por un tiempo distinto, el de la producción, de los horarios que te impongan y es así, no lo vamos a cambiar. En el arte uno necesita demoras, paréntesis, cosas muy locas como dejar todo e irse a una feria de libros, o juntarse igual pese a que haya una lluvia torrencial y yo me levanto de la cama con una gripe y vengo para esta entrevista porque nos encontramos… uno hace cosas de loco y nada le basta al arte.

- Si un buen libro publicado no tuvo éxito fue porque no era el momento y no porque sea moda, sino porque hay momentos en que una obra encaja cuando se está esperando eso. Hay un público para eso, o alguien que no quiere que le hablen de eso ahora, pero si el libro es bueno, con el tiempo se le va a dar. A mí “Mapamundi”, que es una cosa sencillita, me sigue dando satisfacciones. Siempre aparece alguien que lo leyó y sentís que te da satisfacción tu libro. Porque simplemente no sabés cómo se van haciendo su camino. Como a esas plantas que nadie las mira y otras que a lo mejor vinieron con macetas, con moños y quedan ahí, en su éxito momentáneo. Porque ahora hay muchísima literatura, pero dentro de un año no existen más. Por eso aquel que persiste, que vos ves que todavía alguien se acuerda de tu libro, que se sigue hablando del tema, que alguien te hace un posteo, que te escriben, es porque ese libro sigue latiendo.


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