La muerte del presidente de la Federación Agraria Argemntina desnuda problemas estructurales, que siguen ahí.
El viernes pasado, Carlos Achetoni se mató al impactar contra un camión en una ruta de la provincia de Buenos Aires. Sería un facilismo echarle toda la culpa al estado de la cinta asfáltica, que por cierto no escapa a la generalidad de la red vial nacional: obsoleta, destruida y sin perspectivas de mejoras.
Su muerte obedece también a su voluntarismo desinteresado por defender a una parte de la producción agropecuaria nacional, para lo cual viajaba por todo el país usando su propio vehículo, sin chofer ni acompañante alguno, y sin percibir honorarios ni dieta. El contraste con las estructuras sindicales y políticas es tan obvio y aberrante, que hacen de su muerte un hecho más lacerante aún.
Achetoni no sólo era un tipo amable; siempre predispuesto a atender a la prensa, sino que sostenía fuertes convicciones. Su tono moderado con acento cuyano no ocultaba sus ideas claras y bien definidas, ya sea a la hora de bajarle un cambio a las diferencias con sus pares de la Mesa de Enlace (con otras estructuras gremiales), o con el tema retenciones, por ejemplo.
Su propuesta de reducción y eliminación en base a mínimos no imponibles crecientes de toneladas iba en ese sentido: beneficiar al de menor escala sin discriminar a nadie; cuando la entidad federada proponía la segmentación, lo que significaría una virtual aceptación del tributo que las prolongaría al infinito.
Ojalá que quien lo suceda en el cargo (Elvio Guía) y la nueva conducción, mantengan estos valores. Y que su ejemplo sirva para que desde la ciudad, cuando se habla del campo de forma despectiva o sesgada, sepan que vivir, trabajar, o hasta contar (en nuestro caso) lo que ocurre en la Argentina rural, implica asumir el riesgo de ejercer el oficio en esta múltiple precariedad de circunstancias.