La sensibilidad del poeta capta cuanto se cristaliza y crea costumbre, el tiempo inaudito que se va en rituales, la vida lisa sin ripio, sin montaña, sin desafío. Foto: Pablo Aguirre.
Marta Ortiz
En su poemario Lo habitual (Editorial De l’aire para su colección “La herida fundamental”), Diego Suárez recrea cuanto podríamos ligar a la costumbre, lo que crea hábito, lo mecánico, el marco del día, aquello que a fuerza de repetición cristaliza en rutina. Ceremonia, ritual, pauta, horario fijo, trivialidades de toda laya, vagas fórmulas de cortesía, las que decimos sin pensar lo que decimos y las que también decimos, a sabiendas de que se trata de una frase vacía. Páginas que, en ocasiones, dialogan con cuentos, poemas, canciones y frases leídas, cuya procedencia se refiere en una “Nota” aclaratoria en las páginas finales.
En la repetición de las conversaciones (“Rompecabezas”), en los gestos comunes, pautados según los momentos del día, el tiempo se relativiza y los cuerpos también. La tarea diaria es una suerte de erosión de cuerpo y mente lijada por rituales tan básicos como agotadores: “Al final del día somos / el achatamiento de las cosas, / dos láminas que casi no respiran / adheridas al segundo piso”.
Iluminado por epígrafes tomados de textos de Alfred Jarry, M. T. Andruetto, Oscar Hermes Villordo, Marechal, Fernández Moreno y Liliana Ancalao entre otras voces, se despliega un variopinto conjunto de poemas que ahondan en la rutina diaria por excelencia, la que implica el uso del transporte colectivo, ómnibus, bondi, el viaje nuestro de cada día ("Todos somos pasajeros"). Suerte de teatro móvil “bajo un cielo de lata”, donde día a día vemos desplegarse buena parte de la comedia humana. Un servicio para el que no existen las diferencias. Parafraseando a Marechal, “una coctelera, de cuyo zarandeo nace un copetín democrático”. Por igual en tono de elogio o reproche, se lo nombra “fiera urbana”, no exento de nostalgia (el paso del tiempo perdió en el camino los fileteados decorativos, el boleto capicúa, el volante de nácar) y un fino humor irónico, otro rasgo distintivo de la poesía de Diego.
La sensibilidad del poeta capta cuanto se cristaliza y crea costumbre, el tiempo inaudito que se va en rituales, la vida lisa sin ripio, sin montaña, sin desafío. Pero hay más, no se trata solo de una galería de gestos repetitivos. Se trata de que por el tamiz de lo habitual pasa nada menos que nuestra vida, con todos sus matices, lo trivial y lo medular haciendo equilibrio en el marco de lo cotidiano, marco contenedor en medio del caos que habitamos.
No todo es repetición, no todo es lo esperable, existe también, visible y audible al ojo poético, una línea de fuga, de asombro, una constante que en este libro se repite casi tanto como los gestos de la rutina: el canto de los pájaros y/o el silbido del viento. Siempre una suerte de música capaz de mover el mundo, de alivianar monotonías, el trino de un pájaro ayuda a resolver conflictos, despierta de la siesta de quince minutos (que aporta, entre otros milagros, la contrapartida de un sueño de gloria literaria), pájaros que inventan el día desde la ventana de un hotel. Pareciera que, dentro de una vida moldeada, ese canto espontáneo, aleatorio, es capaz de evaporar la sensación de estar presos en un marco de referencia, de abrir la puerta a la libertad:
“…comprendimos
que las ramas de los árboles son
las cuerdas vocales del viento”
“Por las mañanas, un piquete canoro
se manifestaba en nuestra ventana
horneros inventando el día”
“A pesar de todo sonrío
mientras me despierta el trino
de un pájaro invisible”.
En su poemario Lo habitual (Editorial De l’aire para su colección “La herida fundamental”), Diego Suárez recrea cuanto podríamos ligar a la costumbre, lo que crea hábito, lo mecánico, el marco del día, aquello que a fuerza de repetición cristaliza en rutina. Ceremonia, ritual, pauta, horario fijo, trivialidades de toda laya, vagas fórmulas de cortesía, las que decimos sin pensar lo que decimos y las que también decimos, a sabiendas de que se trata de una frase vacía. Páginas que, en ocasiones, dialogan con cuentos, poemas, canciones y frases leídas, cuya procedencia se refiere en una “Nota” aclaratoria en las páginas finales.
En la repetición de las conversaciones (“Rompecabezas”), en los gestos comunes, pautados según los momentos del día, el tiempo se relativiza y los cuerpos también. La tarea diaria es una suerte de erosión de cuerpo y mente lijada por rituales tan básicos como agotadores: “Al final del día somos / el achatamiento de las cosas, / dos láminas que casi no respiran / adheridas al segundo piso”.
Iluminado por epígrafes tomados de textos de Alfred Jarry, M. T. Andruetto, Oscar Hermes Villordo, Marechal, Fernández Moreno y Liliana Ancalao entre otras voces, se despliega un variopinto conjunto de poemas que ahondan en la rutina diaria por excelencia, la que implica el uso del transporte colectivo, ómnibus, bondi, el viaje nuestro de cada día ("Todos somos pasajeros"). Suerte de teatro móvil “bajo un cielo de lata”, donde día a día vemos desplegarse buena parte de la comedia humana. Un servicio para el que no existen las diferencias. Parafraseando a Marechal, “una coctelera, de cuyo zarandeo nace un copetín democrático”. Por igual en tono de elogio o reproche, se lo nombra “fiera urbana”, no exento de nostalgia (el paso del tiempo perdió en el camino los fileteados decorativos, el boleto capicúa, el volante de nácar) y un fino humor irónico, otro rasgo distintivo de la poesía de Diego.
La sensibilidad del poeta capta cuanto se cristaliza y crea costumbre, el tiempo inaudito que se va en rituales, la vida lisa sin ripio, sin montaña, sin desafío. Pero hay más, no se trata solo de una galería de gestos repetitivos. Se trata de que por el tamiz de lo habitual pasa nada menos que nuestra vida, con todos sus matices, lo trivial y lo medular haciendo equilibrio en el marco de lo cotidiano, marco contenedor en medio del caos que habitamos.
No todo es repetición, no todo es lo esperable, existe también, visible y audible al ojo poético, una línea de fuga, de asombro, una constante que en este libro se repite casi tanto como los gestos de la rutina: el canto de los pájaros y/o el silbido del viento. Siempre una suerte de música capaz de mover el mundo, de alivianar monotonías, el trino de un pájaro ayuda a resolver conflictos, despierta de la siesta de quince minutos (que aporta, entre otros milagros, la contrapartida de un sueño de gloria literaria), pájaros que inventan el día desde la ventana de un hotel. Pareciera que, dentro de una vida moldeada, ese canto espontáneo, aleatorio, es capaz de evaporar la sensación de estar presos en un marco de referencia, de abrir la puerta a la libertad:
“…comprendimos
que las ramas de los árboles son
las cuerdas vocales del viento”
“Por las mañanas, un piquete canoro
se manifestaba en nuestra ventana
horneros inventando el día”
“A pesar de todo sonrío
mientras me despierta el trino
de un pájaro invisible”.
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