Por primera vez en la Feria del Libro de Rosario una mujer nacida y que habita su ciudad, dio sus palabras de apertura. No fue un discurso de apertura. Fue una performance rockera, porque Beatriz Vignoli es la diva del rock literario local.
Tras recordar que 45 años atrás, una Bea adolescente presentó su primer poema en la Filros, sonó el tono de un llamado por celular, como comienza la canción “Hola Frank”, del último disco de Sumo. Luca Prodan se metió en el discurso y estableció: “And your mother comes to hit you with her plastic telephone”.
La monumental Vignoli se movió al ritmo de la guitarra y el público eufórico gritó y aplaudió. Se dejó llevar por ella como en un recital, para despertarnos en una explanada del Centro Fontanarrosa explotada de gente, bajo una luna creciente que sonreía al atardecer, y entre la gente y todo el cielo, bailaban móviles alambrados que movían libros de colores.
Bea leyó entonces una misiva de Kafka para Oskar Pollak: “Creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado que tenemos dentro”.
Enseguida fue compartir una carta en respuesta al atormentado Kafka, para darle cuenta de que en esta ciudad al sur de América ciento veinte años después de esas palabras, los rosarinos siguen buscando libros que les partan la cabeza: “Querido Franz, un libro puede golpear en el cráneo, sí; ¡y cómo! Preguntale a mi hermana, a quien una vez cuando éramos niñas inimputables le revoleé por la cabeza ‘La incógnita del hombre’ de Alexis Carrel. Un ladrillo de quinientas páginas de celulosa prensada; lo que se dice, una obra contundente. Ella sobrevivió muchos años más. El libro también, pero quedó un poco descuajeringado. Querido Franz, dice en uno de sus poemas mi amiga Silvana Sayago que un piano es un árbol muerto que canta; yo digo que un libro es un montón de árboles muertos que hablan”.
Recordó que el mundo colocó injustamente al autor de Praga en una referencia pesadillesca, bajo el mote de “kafkiano”, por lo que buscó hacerle justicia: “Han olvidado que como abogado protegías a los obreros, que como intelectual querías un arte por y para el pueblo, comprometido con los problemas de tu tiempo. Que en un café de Múnich, en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, leíste públicamente esa formidable alegoría antibélica, tu cuento ‘En la colonia penitenciaria’”.
Pero, aunque parecía una oda, en realidad lo de Vignoli era una respuesta en desacuerdo, porque en su carta a Pollak, Kafka aseguraba que los libros no hacen felices a las personas: “Soy tu fan. He leído todos tus libros. Pero creo que no, que no seríamos felices si no tuviéramos libros”. Y luego aseguró, contra los críticos y literatos que aseguraron siempre que la ciudad de Rosario no tiene tradición literaria: “Sin tradición, sin lecturas, nuestros textos nacen muertos. Pero si leemos, escribiremos libros que nos harán felices al escribirlos, porque no estaremos solos ante la mítica página en blanco, sino en diálogo con otros. En Rosario tenemos una tradición de Ferias del Libro porque (digan lo que digan los estudiosos) tenemos una tradición anclada no solo en obras sino en librerías, bares y afectos”.
Y para que su aseveración no deje dudas en caso de que Kafka quisiera apelar desde otro plano, Vignoli argumentó con el rigor de la academia, que avanzó en este siglo cientificista: “Querido Franz, está científicamente comprobado que comprar libros nos hace felices: segregamos dopamina al hacerlo. Y sí, leemos libros para que nos hagan felices y además nos despierten del aturdimiento de la nuda vida. Leer nos da una vida más digna, más habitable.
Escribir nos permite poner la vida fuera del cuerpo para sanarnos y recomenzar, liberados”.
Dada la importancia de la felicidad que emana el libro, entonces estableció que quienes fabrican, diseñan, escriben y venden libros son “productores de alimentos esenciales”. Porque es “el pan del sentido, la embriaguez suprema de la dicha del pensar, sin lo cual la existencia nos resulta intolerablemente brutal”.
Entonces, como esencial, “ese alimento tiene que ser accesible para todos”, además del derecho a la salud y a vivir libres de la violencia del hambre. En un mar de emociones, Vignoli entonces estableció: “¡Cuánto más felices y sabios seríamos si antes que darse un saque o destapar una lata, la gente abriera un libro! Si las librerías y si las bibliotecas públicas fueran nuestro búnker y nuestra ranchada, ¡cuántos menos policías y gendarmes tendríamos! Quienes hacemos libros, y quienes enseñan a leerlos, somos contrabandistas de significados, traficantes de historias, pushers de conjuros, dealers de utopías. No hay cristal más azul que la palabra”.
Recapituló con pena que, con el apremio de estos tiempos líquidos, “es mucho lo que, como dice Fito, se incendia y se va”, y que recién los rosarinos “estamos aprendiendo a cuidar los archivos y los legados, a entender que la obra de una vida no puede ni debe terminar en un contenedor”. Para luego enaltecer el valor de la cultura local: “Una ciudad llena de ecos de noches, bares y conversaciones; una ciudad de bibliotecas públicas que debieran ser refugios y existir preservadas y nutridas como tales, para que quien no pueda pagar el precio de un libro tenga siempre a mano el alimento del sentido. Querido Franz, te escribo desde una ciudad donde florecen los museos, donde la Universidad y las escuelas y los institutos terciarios resisten, donde la Provincia y la Municipalidad producen y preservan y difunden cultura, donde decenas de centros culturales independientes laburan, aunque muchos de ellos se desangren mes a mes pagando un alquiler o la cuenta de la luz y del gas”.
Finalmente, porque como buena performer, a su público se debe, y a ellos se dirigió indirectamente al explicarle a su amado Kafka que “se sienten solos. Pero no están solos. Están todos acá, hoy, ahora, juntos, escuchándome leerte esta carta. Están juntos, querido Franz. Son parte de algo inmenso. ¿Lo saben? ¿Los ves? ¿Los despierto? ¿Los despierto, con mi voz, de su falso y triste sueño de soledad? Somos nosotros todos juntos algo hermoso, algo inmenso, algo precioso y que está tan vivo, tan vivo, querido Franz. Tan vivo que los carceleros de la humanidad jamás podrán derrotarnos. Cantamos a la orilla de la muerte, bebemos el vino del amor que da la vida a borbotones. Como dice Melina Torres que digo yo: Venceremos, querido Franz, venceremos. Toda la música está de nuestro lado”.
La explanada fue una explosión de aplausos y de fotos, y Vignoli se consagró como la rockstar que ya era, ahora legitimada por el establishment del cual ella nunca nada había pedido, pero que la puso en el lugar que correspondía, como madrina de bautismo de acá a diez días de la fiesta editorial y autoral más esperada cada año, en el espacio cultural que cada edición la cobija.