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Calveyra, el de la escritura fluvial

Poeta, escritor y dramaturgo, Arnaldo Calveyra es un entrerriano con pasaporte universal cuya obra espera ser conocida y disfrutada. “Transforma en felicidad todo lo que toca”, se escribió sobre él. Y algo de razón había en semejante afirmación.
04-05-2020 | 23:22 |

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El don de gente de Calveyra es un recuerdo imborrable para los que lo conocieron.


Redacción Mirador Entre Ríos
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Muchos lo han considerado un autor refinado, distinguido, aún en proceso de descubrimiento, una letra mayor en el firmamento literario argentino. Sin ir más lejos, la respetada especialista Claudia Rosa auguró que Arnaldo Calveyra será el poeta del siglo XXI. “¿Por qué hay que publicar el teatro de Calveyra?”, se preguntó quien fuera la directora de la edición que realizara EDUNER de “Teatro reunido”, docente universitaria e investigadora. Ella misma se respondió. “Arnaldo irrumpe en la literatura argentina porque nos hace vivir la poesía de un modo inusitado”, afirmó. “Un texto de Calveyra se lee en ‘estado Calveyra’, en un estado específico de la voz, del tono”, sostuvo. “Provoca una fina ironía, recordando que entre la palabra y el mundo hay un estado de situación que sólo lo logra el signo”, añadió.

Pero los que lo trataron al nacido en Mansilla le dedican largos párrafos a su condición de escultor de un silencio atento del que brotaba la palabra lúcida, cristalina; dueño de una sonrisa linda, encantadora, que le empezaba en sus ojos celestiales y soñadores, habitaba una dimensión en la que no tiene sentido mantener en pie de guerra a los personajes con los que nos disfrazamos para sobrevivir. Es que, probablemente, aquel “estado Calveyra” al que se refirió Rosa no sea sino una nota de su interioridad que al ser tocada despierta resonancias que parecían ocultas en los demás.

Viajero

Calveyra estudió en Concepción del Uruguay y se graduó de Licenciado en Letras en la Universidad Nacional de La Plata. En 1960, se fue a Francia, tras una beca para escribir una tesis sobre los trovadores provenzales. Allá se cruzó y trabajó con escritores de renombre como Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Juan José Saer y Laure Bataillon, quien fuera su traductora al francés, ya que Calveyra escribió siempre en castellano, pese a su larga residencia parisina. Un destello de su personalidad es que Calveyra habló siempre con cariño y pudor de esas amistades.

A propósito de la relación con los idiomas extranjeros, en alguna entrevista le recordaron una expresión en la que indicaba: “creo que seguiré haciendo el esfuerzo de no aprender inglés, por lo menos mientras me interese la poesía”. La periodista lo inquiere. ¿Cómo explica este reparo hacia la lengua inglesa? Calveyra responde. “No es peyorativo para con la lengua inglesa. En aquella época, y tal vez ahora, el hecho de no conocer una lengua te llevaba a tener chispazos. Siempre luché contra el inglés porque deforma, es una lengua colonizadora. Mis hijos, que nacieron en París, hablan perfecto castellano, pero no hice ningún esfuerzo especial para que fueran argentinófilos como son, más que yo todavía”.

–¿Y cómo fue sumergirse en el francés?

–La radio me ayudó mucho. Tenía una radio en la pieza. Esa palabra única del comienzo fue adquiriendo comas, cesuras... pero al principio era una palabra sola. La radio decía una sola palabra discontinua y continua. Eso ya pasó, ahora entiendo.

Una poética

Ganador en tres oportunidades de una distinción honorífica como la Orden de las Artes y las Letras, en Francia, Calveyra no dejó de habitar en ese retazo de Mansilla que respiraba luminoso dentro suyo, “lejana tierra mía” desde donde siempre sintió, pensó y produjo. “La poesía es una sonda que entra y te da una idea nueva del mundo. Que te da del mundo una cosa que no tenías y que hubieras podido pasar la vida entera sin saber que existía. Y a la vez es un misterio total que se cierra sobre sí mismo, que no quiere nada más. Que te deja mirar un poquito, si has hecho el trabajo necesario. Y si te he visto, no me acuerdo”.

Hombre habitado por paradojas, estando en Francia durante tantos años nunca dejó de ser entrerriano. Y cuando visitó ocasionalmente en Mansilla los que lo frecuentaron advirtieron que ese paraíso desde el que se proyectaba no era exactamente el entorno físico que le daba cobijo, sino una especie de dimensión cósmica que le palpitaba por dentro. Es cierto, su escritura portaba una especie de la memoria sensible provinciana, pero no porque se prodigara en descripciones de paisajes litoraleños, arroyos, islas o ríos: hay algo de fluvial en el ritmo con que escribía y en el compás que se precisa para emprender la lectura. “¿Lo que más espero de un poema?: una cosa por vez y sobre todo nada de abstracciones. Para las abstracciones está la filosofía. Cuando un poeta busca nociones en lugar de cosas es porque es un filósofo frustrado”, sostenía.

Tesoro escondido

Por lo pronto, si para algunos el magisterio que ejerce Calveyra es una certeza, para la inmensa mayoría aún sigue siendo un escritor por descubrir.

–¿No desconfía un poco de las palabras, al menos cuando está escribiendo?

–No es que no desconfíe cuando estoy trabajando. El problema es el adjetivo, que hace que un poema que leés cinco años después parezca que tenga ochenta años de vejez. El adjetivo es una cosa demoledora. Yo sé todo el cuidado que hay que tener. Pero sé que en el fondo las palabras son amistosas, amables. Lo que no me interesa son las malas palabras. Y ahora se usan mucho, quizá sea una cuestión de moda. Pero no sé; en todo caso no veo cómo poner malas palabras en los poemas. Tal vez sea una limitación de mi parte. No entran en la temperatura general, que para mí es un termómetro para ver si las cosas están más o menos bien hechas. En lo posible más que menos, saber un poquito más, que avanzás. Digo avanzar y es mala palabra. Mastronardi decía que en poesía no hay progreso. Que Dante es igual a Homero. Que siempre viene otro, pero que uno no hizo más que el otro.

La vida, un péndulo

Calveyra había nacido el 23 febrero de 1929. Su padre trabajaba en el campo y su madre, de maestra. Pasó su primera infancia a siete kilómetros del pueblo. Esa experiencia sensorial del campo entrerriano nunca lo abandonó del todo. Decía que cuando abría la ventana de su departamento parisino podía ver el horizonte de provincias. "Doble horizonte", llamaba a esa experiencia o también "cuarta dimensión". El poeta habitaba en un lugar entre distancias.
En París, Calveyra conoció a Monique Tur, esa mujer inteligentísima e intrépida de la que no se separó desde entonces y con la que tuvo dos hijos, Eva y Beltrán. Allá, lejos, con Mansilla floreciéndole una vez más en la imaginación, falleció el 16 de enero de 2015, a los 85 años.
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