“Como todo entrerriano, soy lento para escribir”, bromeaba Blaisten.
Redacción Mirador Entre Ríos
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Es cierto que a los nueve años dejó Concordia y se radicó en Buenos Aires, pero Isidoro Blaisten siempre recordó con cariño a su ciudad natal, de lo cual quedaron marcas en su escritura y en las pocas entrevistas periodísticas que solía brindar. Extraordinario producto de época, Blaisten fue un escritor de nota, pero también un periodista, un redactor publicitario, un corrector y un librero, papeles que desempeñó con la misma chispa creativa de cuando fue fotógrafo de plaza o viajante de comercio ofreciendo aparatos vibromasajeadores, de esos que ahora buscan incautos en las tandas publicitarias de la televisión.
Blaisten no tomaría a mal que se lo presentara como cuentista, pese a que al final de su carrera sorprendió con una novela, ese tótem que atraviesa el imaginario de los que se dedican con denuedo a la literatura. Era de esos señores ocurrentes, con humor; un humor blanco, pícaro, no agresivo, ejercido desde una conciencia social que amargaba la filosofía sin academicismos que lo atravesaba.
Su estilo va bien con la esquizofrenia argentina, con ese sublime sentido de lo absurdo, con su pantagruélico devenir y su exuberante patetismo. Pero Blaisten viajaba por estas estaciones sin detenerse en sus postales más notorias: tomaba nota, es cierto; pero las reinventaba al describirlas. Su léxico era fluido, rico, variado; para muchos, leerlo y recurrir al diccionario periódicamente era parte de una misma rutina.
Cepa entrerriana
En efecto, Isidoro Blaisten nació en Concordia el 12 de enero de 1933. Sus padres, David Blaisten y Dora Gliclij, formaron parte del numeroso colectivo judío que pobló Entre Ríos. Aseguran sus biógrafos que la tragedia se empecinó en visitarlo desde corta edad: a los 9 se quedó sin padre y un año después, ya instalados en Buenos Aires, falleció su madre. Vivían en un conventillo pobre de la calle Pringles, en el barrio de Almagro. Dos años después asesinarían a uno de sus hermanos.
Esa condición de buscavidas, de callejero, lo fue impregnando de aromas y fonéticas, de muecas ajenas, de formas del decir, del reír y del sufrir, que registraba prolijamente en una libreta. Sabía que, en algún momento, de forma caprichosamente planificada, pasarían a ser el corazón que hiciera latir un relato, aunque con claridad no alcanzara a ver precisamente de cuál.
“El cuentista es como el mujeriego: así como éste ve a una mujer y sólo piensa en llevársela a la cama, el cuentista percibe una situación y sólo piensa en convertirla en un cuento”, supo comparar.
Ese afán por capturar lo coloquial, lo cotidiano, llenaba de cotidianeidad a su escritura: las situaciones que describe parecen crónicas de la vida real, antes que creaciones de su frondosa imaginación. Lo que no siempre se advierte es el trabajo de arqueólogo lexical del que esa naturalidad expresiva emerge.
Es verdad, Blaisten no es de los que se regodea con la cita culta para pertenecer al clan de la intelectualidad críptica. Sin embargo, está merecidamente incorporado al olimpo de los mejores cuentistas argentinos, miembro de la Academia Argentina de Letras desde marzo del 2001.
Amigo de la vida sencilla, de dedicarle tiempo a pasar el tiempo, resignificó sus vivencias y lecturas, enriqueciéndolas con un humor agudo, un sentido elogiable de la sintaxis y chispazos de incandescente poesía. Su obra, sobre la que es justificado volver, será valorada tanto por el lector ingenuo como por el académico.
Ser pensante
Blaisten murió el 28 de agosto de 2004, en Buenos Aires. Su última aparición pública fue producto de la edición de su única novela, Voces en la noche. Si la idea es bucear en su producción, se puede recomendar Dublín al Sur, Cerrado por melancolía o Al acecho. “La gente se ríe en los velorios porque esa pátina de humor está disfrazando la desesperación ante lo que sabe que es inconmovible”, dijo, alguna vez, intentando echar luz sobre un componente central en su modo de
ver el mundo.
No escribía pensando en los efectos que pudieran generar sus relatos; simplemente, narraba. Luego, el contacto del libro con los comentaristas, los periodistas y el público lector, derivaba en una serie de preguntas que lo obligaban a pensar lo producido, en una especie de retrospectiva.
“Cada vez hay más gente que quiere escribir, como si fuera algo sencillo y para lo que no es necesario aprender. Pero el lenguaje es adquirido, no es congénito. Es una institución. Vos no nacés hablando. Todo el mundo considera que puede ser escritor pero no siempre están dispuestos a aprender”.
–¿Por qué muchos aspiran a ser escritores en un momento en que, paradójicamente, el habla cotidiana se limita al uso de muy pocas palabras?
–Es cierto. El lenguaje se reduce a 800 palabras, cuando el diccionario tiene 83 mil. Sin embargo, el lenguaje es el arma más poderosa que inventó la humanidad. Un sí o un no pueden cambiar la realidad. El lenguaje siempre es peligroso y ambiguo. Recuerdo una anécdota del lingüista Roman Jakobson. Una verdulera con fama de mal carácter tenía atemorizados a todos los que la trataban en Praga. Un día, Jakobson la enfrentó gritándole en latín, probablemente le recitó versos de Virgilio. Ella se quedó muda, acaso suponía que ese lenguaje incomprensible tenía más poder que ella. El lenguaje siempre oculta algo. Pero se acude a él porque es lo más cotidiano y lo que aparentemente no tenés que aprender. El lenguaje se empobrece por la devaluación. No vivimos en una isla, aislados de lo que sucede en nuestra sociedad. La palabra se devalúa como la moneda: ya nadie cree en ella.
–Su trabajo con lo coloquial, ¿apunta a revertir este empobrecimiento?
–Sí, a mí me fascina lo poético. Un texto me conmueve cuando es atravesado por la poesía, por la que tengo el más profundo de los respetos. Una vez Borges me dijo: “Suena bien, está bien”. Eso me quedó grabado. Suena bien lo que haya escrito Joyce, Arlt o Puig, que para mí es un dios. Boquitas pintadas es una de las grandes novelas argentinas. Puig destruyó la solemnidad y la autocomplacencia. Todo suena bien en él, pese a que es la antítesis de Borges.
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Es cierto que a los nueve años dejó Concordia y se radicó en Buenos Aires, pero Isidoro Blaisten siempre recordó con cariño a su ciudad natal, de lo cual quedaron marcas en su escritura y en las pocas entrevistas periodísticas que solía brindar. Extraordinario producto de época, Blaisten fue un escritor de nota, pero también un periodista, un redactor publicitario, un corrector y un librero, papeles que desempeñó con la misma chispa creativa de cuando fue fotógrafo de plaza o viajante de comercio ofreciendo aparatos vibromasajeadores, de esos que ahora buscan incautos en las tandas publicitarias de la televisión.
Blaisten no tomaría a mal que se lo presentara como cuentista, pese a que al final de su carrera sorprendió con una novela, ese tótem que atraviesa el imaginario de los que se dedican con denuedo a la literatura. Era de esos señores ocurrentes, con humor; un humor blanco, pícaro, no agresivo, ejercido desde una conciencia social que amargaba la filosofía sin academicismos que lo atravesaba.
Su estilo va bien con la esquizofrenia argentina, con ese sublime sentido de lo absurdo, con su pantagruélico devenir y su exuberante patetismo. Pero Blaisten viajaba por estas estaciones sin detenerse en sus postales más notorias: tomaba nota, es cierto; pero las reinventaba al describirlas. Su léxico era fluido, rico, variado; para muchos, leerlo y recurrir al diccionario periódicamente era parte de una misma rutina.
Cepa entrerriana
En efecto, Isidoro Blaisten nació en Concordia el 12 de enero de 1933. Sus padres, David Blaisten y Dora Gliclij, formaron parte del numeroso colectivo judío que pobló Entre Ríos. Aseguran sus biógrafos que la tragedia se empecinó en visitarlo desde corta edad: a los 9 se quedó sin padre y un año después, ya instalados en Buenos Aires, falleció su madre. Vivían en un conventillo pobre de la calle Pringles, en el barrio de Almagro. Dos años después asesinarían a uno de sus hermanos.
Esa condición de buscavidas, de callejero, lo fue impregnando de aromas y fonéticas, de muecas ajenas, de formas del decir, del reír y del sufrir, que registraba prolijamente en una libreta. Sabía que, en algún momento, de forma caprichosamente planificada, pasarían a ser el corazón que hiciera latir un relato, aunque con claridad no alcanzara a ver precisamente de cuál.
“El cuentista es como el mujeriego: así como éste ve a una mujer y sólo piensa en llevársela a la cama, el cuentista percibe una situación y sólo piensa en convertirla en un cuento”, supo comparar.
Ese afán por capturar lo coloquial, lo cotidiano, llenaba de cotidianeidad a su escritura: las situaciones que describe parecen crónicas de la vida real, antes que creaciones de su frondosa imaginación. Lo que no siempre se advierte es el trabajo de arqueólogo lexical del que esa naturalidad expresiva emerge.
Es verdad, Blaisten no es de los que se regodea con la cita culta para pertenecer al clan de la intelectualidad críptica. Sin embargo, está merecidamente incorporado al olimpo de los mejores cuentistas argentinos, miembro de la Academia Argentina de Letras desde marzo del 2001.
Amigo de la vida sencilla, de dedicarle tiempo a pasar el tiempo, resignificó sus vivencias y lecturas, enriqueciéndolas con un humor agudo, un sentido elogiable de la sintaxis y chispazos de incandescente poesía. Su obra, sobre la que es justificado volver, será valorada tanto por el lector ingenuo como por el académico.
Ser pensante
Blaisten murió el 28 de agosto de 2004, en Buenos Aires. Su última aparición pública fue producto de la edición de su única novela, Voces en la noche. Si la idea es bucear en su producción, se puede recomendar Dublín al Sur, Cerrado por melancolía o Al acecho. “La gente se ríe en los velorios porque esa pátina de humor está disfrazando la desesperación ante lo que sabe que es inconmovible”, dijo, alguna vez, intentando echar luz sobre un componente central en su modo de
ver el mundo.
No escribía pensando en los efectos que pudieran generar sus relatos; simplemente, narraba. Luego, el contacto del libro con los comentaristas, los periodistas y el público lector, derivaba en una serie de preguntas que lo obligaban a pensar lo producido, en una especie de retrospectiva.
“Cada vez hay más gente que quiere escribir, como si fuera algo sencillo y para lo que no es necesario aprender. Pero el lenguaje es adquirido, no es congénito. Es una institución. Vos no nacés hablando. Todo el mundo considera que puede ser escritor pero no siempre están dispuestos a aprender”.
–¿Por qué muchos aspiran a ser escritores en un momento en que, paradójicamente, el habla cotidiana se limita al uso de muy pocas palabras?
–Es cierto. El lenguaje se reduce a 800 palabras, cuando el diccionario tiene 83 mil. Sin embargo, el lenguaje es el arma más poderosa que inventó la humanidad. Un sí o un no pueden cambiar la realidad. El lenguaje siempre es peligroso y ambiguo. Recuerdo una anécdota del lingüista Roman Jakobson. Una verdulera con fama de mal carácter tenía atemorizados a todos los que la trataban en Praga. Un día, Jakobson la enfrentó gritándole en latín, probablemente le recitó versos de Virgilio. Ella se quedó muda, acaso suponía que ese lenguaje incomprensible tenía más poder que ella. El lenguaje siempre oculta algo. Pero se acude a él porque es lo más cotidiano y lo que aparentemente no tenés que aprender. El lenguaje se empobrece por la devaluación. No vivimos en una isla, aislados de lo que sucede en nuestra sociedad. La palabra se devalúa como la moneda: ya nadie cree en ella.
–Su trabajo con lo coloquial, ¿apunta a revertir este empobrecimiento?
–Sí, a mí me fascina lo poético. Un texto me conmueve cuando es atravesado por la poesía, por la que tengo el más profundo de los respetos. Una vez Borges me dijo: “Suena bien, está bien”. Eso me quedó grabado. Suena bien lo que haya escrito Joyce, Arlt o Puig, que para mí es un dios. Boquitas pintadas es una de las grandes novelas argentinas. Puig destruyó la solemnidad y la autocomplacencia. Todo suena bien en él, pese a que es la antítesis de Borges.
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