“No hay más secreto que aceptar lo que Dios tiene en sus planes para vos, yo lo he aceptado y he vivido feliz”, contó Yiya sobre sus 100 años de vida.
SABINA MELCHIORI
[email protected]
Se llama María Teresa, pero todos la conocen como Yiya. La mañana en que la conocimos, se maquilló, se arregló el pelo y se vistió hermosa para recibirnos en su departamento de calle Luis N. Palma, cerca de la plaza Urquiza, en el centro de Gualeguaychú. Con ella estaba una de sus primas, Cristina, a quien Yiya define jocosamente como su “traidora”, porque es quien la lleva y la trae a todas partes.
“La vejez me entró por los oídos”, aclara antes de empezar la entrevista con MIRADOR ENTRE RÍOS y pedir que le hablemos pausadamente. A pesar de su dificultad para escuchar, Yiya parece tener al menos 20 años menos. Lo que más llama la atención al verla es su piel. “Cuando era joven me decían piel de terciopelo”, recuerda, pero también cuenta que cada día, desde hace muchos años cuando tuvo la oportunidad de trabajar con una cosmiatra, se limpia el rostro con un gel y luego se aplica una crema nutritiva. Además, se coloca protector solar, sea invierno o verano.
En el luminoso living ocupan un lugar destacado los portarretratos con fotos de sus seres queridos: un hermano, sus sobrinos, sus sobrinos nietos y sobrinos bisnietos. También conserva encuadrado el memorable momento en el que su madre conoció el mar y aceptó mojarse los pies sólo porque en la playa no había gente. A su madre también la expone en un portarretrato grande junto al rosario con el que solía rezar.
Los recuerdos de Yiya son muchos y los relata con una fluidez y riqueza de palabras admirables: “Acá en Gualeguaychú trabajé como maestra y profesora de religión “los años que hubo religión en las escuelas”, en la primaria de la Escuela Normal. Hasta hoy tengo alumnas que me recuerdan y es una alegría enorme”.
CAMBIOS
Cuando se quitó a la religión como materia en las escuelas, Yiya se quedó sin trabajo. Entonces se fue a Buenos Aires con la intención de estudiar: “Hubiera querido ser médica, pero en aquellos años, 1956, no había cursos vespertinos ni las facilidades de hoy para que yo también pudiera trabajar; entonces hice carreras paramédicas como enfermería, instrumentadora de cirugía y técnica radióloga”.
Mientras tanto, peregrinó por distintos trabajos: El primero fue de instrumentadora en el Policlínico Bancario, después regresó a Gualeguaychú pero por poco tiempo; al regresar a Buenos Aires, consiguió trabajo como institutriz de los hijos de William Powell, socio del príncipe Felipe. También fue secretaria de un instituto neurológico, trabajó tomando personal en la clínica Pueyrredón y más tarde pasó a ser secretaria del departamento de educación médica en la Universidad de El Salvador.
“Ahí me contacté con gente que utilizaba material radioactivo, un doctor de ascendencia barcelonés me dijo que haga un curso de energía atómica para poder trabajar con ellos en un consultorio”, recuerda Yiya, quien agrega que al presentarse en la Comisión Nacional de Energía Atómica la directora, desde el escenario le dijo: “Señorita, yo no sé si usted va a poder hacer este curso porque usted no es nada más que maestra”.
Hasta el día de hoy se le nota el desconcierto en la cara: “¿Nada más que maestra? Yo estaba tan orgullosa de haber egresado de la Escuela Normal con profesores de excelencia que nos formaron no solo en la ciencia sino para la vida… Pensé en irme pero después pensé: ¿Y si puedo? Entonces me quedé, hice el curso y pude. Después de eso, como una disculpa muda, esa señora me ofreció una beca para trabajar con ellos. Ahí ingresé y me quedé 28 años, hasta enero del ‘90 que me jubilaron. Yo no me hubiera jubilado nunca, además que me gustaba, tenía la experiencia y la salud para seguir. Pero las leyes son las leyes”.
SEGUIR ESTUDIANDO
“Cuando me jubilé temí que me pasara los mimo que a otras mujeres que tuvieron que pedir ayuda psicológica. Entonces me busqué un trabajito, una licenciada en cosmiatría que recién se instalaba me dio un lugar. No podía pagarme, pero no era lo que yo buscaba. Ahí me quedé ocho años. Mientras tanto, aproveché para estudiar folclore y teatro, mis asignaturas pendientes, y también idiomas para concretar mi sueño de viajar a la tierra de mis abuelos Angeramo”.
Yiya asegura que hubiera pasado la vida viajando, pero siempre después de cada viaje, tenía que esperar dos o tres años hasta terminar de ahorrar el dinero necesario para el siguiente viaje: “Con una amiga estuve tres meses en Madrid, no había euros y fue muy fácil poder quedarnos”.
CUMPLEAÑOS CENTENARIO
El día que llegó a los 100 años, Yiya Marotte sintió lo mismo que cualquier otro día: “No me parece una hazaña personal, pienso que es Dios quien me da esta larga y sana vida, entonces le agradezco todas las noches, como le agradezco a la cantidad de personas que han entrado a mi vida y me han ayudado. Me siento como de 30”.
Al preguntarle cuál es la clave para estar tan bien, Yiya dice: “Comer sano y vivir contenta con lo que te toca, m’hija, porque mis luchas en Buenos Aires, sola, no fueron fáciles. Nunca me deprimí, siempre estaba contenta, cuando alguna vez ahorraba 50 centavos corría al teatro Colón, iba a paraíso, al gallinero, estilo tero (como teníamos que estar de pie, levantábamos un pie un rato y luego el otro), y cuando ahorraba un peso iba a gallinero pero sentada. Disfrutaba de las óperas y los ballets”.
“No hay más secreto que aceptar lo que Dios tiene en sus planes para vos, yo lo he aceptado y he vivido feliz”, resume Yiya, sonriente, y respecto de su rutina diaria, cuenta: “Me acuesto tardísimo, no me pregunten qué hago, doy vueltas, y al día siguiente me levanto 9 o 9.30, no tengo apuro. Después hago las tareas de mi casa, no tengo empleada porque me parece que es más sano para mí, mientras pueda, hacer gimnasia en casa limpiando pisos o lo que sea. He aprendido a vivir conmigo y migo es una buena compañía. Suelo poner música, y si estoy cocinando y escucho una chacarera, largo la zanahoria y me pongo a bailar. Yo almuerzo o desayuno mirando mi pequeño jardín lleno de flores y malvones”.
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Se llama María Teresa, pero todos la conocen como Yiya. La mañana en que la conocimos, se maquilló, se arregló el pelo y se vistió hermosa para recibirnos en su departamento de calle Luis N. Palma, cerca de la plaza Urquiza, en el centro de Gualeguaychú. Con ella estaba una de sus primas, Cristina, a quien Yiya define jocosamente como su “traidora”, porque es quien la lleva y la trae a todas partes.
“La vejez me entró por los oídos”, aclara antes de empezar la entrevista con MIRADOR ENTRE RÍOS y pedir que le hablemos pausadamente. A pesar de su dificultad para escuchar, Yiya parece tener al menos 20 años menos. Lo que más llama la atención al verla es su piel. “Cuando era joven me decían piel de terciopelo”, recuerda, pero también cuenta que cada día, desde hace muchos años cuando tuvo la oportunidad de trabajar con una cosmiatra, se limpia el rostro con un gel y luego se aplica una crema nutritiva. Además, se coloca protector solar, sea invierno o verano.
En el luminoso living ocupan un lugar destacado los portarretratos con fotos de sus seres queridos: un hermano, sus sobrinos, sus sobrinos nietos y sobrinos bisnietos. También conserva encuadrado el memorable momento en el que su madre conoció el mar y aceptó mojarse los pies sólo porque en la playa no había gente. A su madre también la expone en un portarretrato grande junto al rosario con el que solía rezar.
Los recuerdos de Yiya son muchos y los relata con una fluidez y riqueza de palabras admirables: “Acá en Gualeguaychú trabajé como maestra y profesora de religión “los años que hubo religión en las escuelas”, en la primaria de la Escuela Normal. Hasta hoy tengo alumnas que me recuerdan y es una alegría enorme”.
CAMBIOS
Cuando se quitó a la religión como materia en las escuelas, Yiya se quedó sin trabajo. Entonces se fue a Buenos Aires con la intención de estudiar: “Hubiera querido ser médica, pero en aquellos años, 1956, no había cursos vespertinos ni las facilidades de hoy para que yo también pudiera trabajar; entonces hice carreras paramédicas como enfermería, instrumentadora de cirugía y técnica radióloga”.
Mientras tanto, peregrinó por distintos trabajos: El primero fue de instrumentadora en el Policlínico Bancario, después regresó a Gualeguaychú pero por poco tiempo; al regresar a Buenos Aires, consiguió trabajo como institutriz de los hijos de William Powell, socio del príncipe Felipe. También fue secretaria de un instituto neurológico, trabajó tomando personal en la clínica Pueyrredón y más tarde pasó a ser secretaria del departamento de educación médica en la Universidad de El Salvador.
“Ahí me contacté con gente que utilizaba material radioactivo, un doctor de ascendencia barcelonés me dijo que haga un curso de energía atómica para poder trabajar con ellos en un consultorio”, recuerda Yiya, quien agrega que al presentarse en la Comisión Nacional de Energía Atómica la directora, desde el escenario le dijo: “Señorita, yo no sé si usted va a poder hacer este curso porque usted no es nada más que maestra”.
Hasta el día de hoy se le nota el desconcierto en la cara: “¿Nada más que maestra? Yo estaba tan orgullosa de haber egresado de la Escuela Normal con profesores de excelencia que nos formaron no solo en la ciencia sino para la vida… Pensé en irme pero después pensé: ¿Y si puedo? Entonces me quedé, hice el curso y pude. Después de eso, como una disculpa muda, esa señora me ofreció una beca para trabajar con ellos. Ahí ingresé y me quedé 28 años, hasta enero del ‘90 que me jubilaron. Yo no me hubiera jubilado nunca, además que me gustaba, tenía la experiencia y la salud para seguir. Pero las leyes son las leyes”.
SEGUIR ESTUDIANDO
“Cuando me jubilé temí que me pasara los mimo que a otras mujeres que tuvieron que pedir ayuda psicológica. Entonces me busqué un trabajito, una licenciada en cosmiatría que recién se instalaba me dio un lugar. No podía pagarme, pero no era lo que yo buscaba. Ahí me quedé ocho años. Mientras tanto, aproveché para estudiar folclore y teatro, mis asignaturas pendientes, y también idiomas para concretar mi sueño de viajar a la tierra de mis abuelos Angeramo”.
Yiya asegura que hubiera pasado la vida viajando, pero siempre después de cada viaje, tenía que esperar dos o tres años hasta terminar de ahorrar el dinero necesario para el siguiente viaje: “Con una amiga estuve tres meses en Madrid, no había euros y fue muy fácil poder quedarnos”.
CUMPLEAÑOS CENTENARIO
El día que llegó a los 100 años, Yiya Marotte sintió lo mismo que cualquier otro día: “No me parece una hazaña personal, pienso que es Dios quien me da esta larga y sana vida, entonces le agradezco todas las noches, como le agradezco a la cantidad de personas que han entrado a mi vida y me han ayudado. Me siento como de 30”.
Al preguntarle cuál es la clave para estar tan bien, Yiya dice: “Comer sano y vivir contenta con lo que te toca, m’hija, porque mis luchas en Buenos Aires, sola, no fueron fáciles. Nunca me deprimí, siempre estaba contenta, cuando alguna vez ahorraba 50 centavos corría al teatro Colón, iba a paraíso, al gallinero, estilo tero (como teníamos que estar de pie, levantábamos un pie un rato y luego el otro), y cuando ahorraba un peso iba a gallinero pero sentada. Disfrutaba de las óperas y los ballets”.
“No hay más secreto que aceptar lo que Dios tiene en sus planes para vos, yo lo he aceptado y he vivido feliz”, resume Yiya, sonriente, y respecto de su rutina diaria, cuenta: “Me acuesto tardísimo, no me pregunten qué hago, doy vueltas, y al día siguiente me levanto 9 o 9.30, no tengo apuro. Después hago las tareas de mi casa, no tengo empleada porque me parece que es más sano para mí, mientras pueda, hacer gimnasia en casa limpiando pisos o lo que sea. He aprendido a vivir conmigo y migo es una buena compañía. Suelo poner música, y si estoy cocinando y escucho una chacarera, largo la zanahoria y me pongo a bailar. Yo almuerzo o desayuno mirando mi pequeño jardín lleno de flores y malvones”.
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