El lunes 25 de julio de 2017, a las cinco de la madrugada, Claudio Perusini sufría un brutal ACV. Dentro de la ambulancia y camino al Hospital Cullen, su esposa, María Laura Baranda, no se separaba de él y su hijo menor, que es guardavidas, le sostenía la cabeza. Tan sólo una hora después de ingresado el paciente, una enfermera llama a la desesperada mujer y le dice: “Por favor, pase a despedirse de su marido. No sobrevivirá”.
No. Esto no es un obituario, ni una tragedia de mortajas, duelos y despedidas. Es una historia de pura vida, la de un hombre de carne y hueso al que le tocó estar cerca del “otro lado”. Es la historia de un misterio, de un acto místico, acaso de un milagro. A Perusini algo lo retuvo, algo lo sujetó lo suficientemente fuerte como para que siga dando lucha en el territorio de los vivos.
“Si él muere, este dolor le será largo; pero si llegara a vivir, todavía le será mucho más largo”, le dijo aquella enfermera a Baranda, quien no comprendía esas palabras en medio de la desolación emocional ante la inminencia de perder para siempre a su persona amada. Luego, vinieron los partes médicos a primera hora de la mañana, en la impertérrita puerta de la terapia intensiva. Nada cambiaba, no había ninguna mejoría.
"Ictus isquémico con infarto hemorrágico en varias zonas, coma profundo, sepsis, shock séptico resistente, con fallo multiorgánico", había sido el diagnóstico del cuadro de Claudio. Ingresó en la UTI del Cullen de la ciudad capital en estado comatoso, con pronóstico reservado. Permaneció 28 días en estado vegetativo.
Un día después de aquella desgracia, viajó un gran compañero del secundario de Perusini, el Mons. Ernesto Giobando, desde Buenos Aires hasta esta capital. El religioso fue directo al hospital; estuvo allí tres o cuatro horas rezando al lado de Claudio. Y luego dejó, sobre el monitor que tomaba los signos vitales del paciente, la estampita de Mama Antula.
Luego, Giobando fue a la casa familiar de los padres de Perusini. En el living, hicieron una breve reunión de fe con la madre de Claudio, María Laura y sus dos hijos, los hijos del hombre que luchaba por su vida. Propuso una invocación, un rezo profundo a Mama Antula y un pedido de milagro por su amigo de toda la vida.
A la semana y media, Perusini pasó a la terapia intermedia, ya en el Hospital Vera Candioti. Claudio apenas balbuceaba sonidos; no veía ni se movía; sólo seguía con la mirada los ejercicios de seguir el dedo del médico. María Laura nunca se separó de él: el amor siempre puede más.
La estampita que Giobando había dejado sobre los controles instrumentales súbitamente desapareció, como por arte de magia. Los enfermeros se cansaron de buscarla, pero nada. Cuando Perusini pasó a terapia intermedia, esa imagen santa apareció, finalmente, dentro del cajón de la mesita de luz de la habitación donde había estado el paciente. Apareció, ahora, como por arte de acto divino.
Luego de cuatro meses, Claudio empezó a caminar, a hablar, a ver, a oír, a hacer ejercicios cognitivos y motrices. Es lo más parecido a una “resurrección”, en el sentido figurado desde el sentido común. Pues claro: la única resurrección admisible por la fe católica es la de Jesús, el hijo de Dios que volvió de entre los muertos para demostrar que había dado su vida por la humanidad, según las Sagradas Escrituras.
Como informó El Litoral, el Papa Francisco autorizó el martes pasado la canonización de la Beata María Antonia de San José (Mama Antula). Será santa oficialmente desde el año próximo. Este presunto milagro ocurrido con Perusini tiene antecedentes: la Iglesia Católica investigó rigurosamente y adjudicó al menos otros dos presuntos milagros más a Mama Antula: el de una religiosa (Rosa Vanina, 1904), y el de un médico de apellido Copelli (1947).
Perusini se sienta en su sillón, con la luz frágil de la tardecita que se diluye sobre su rostro. Sobre la mesita de living que él mismo hizo -porque sus hobbies son hacer carpintería y producir cerveza artesanal, entre otros-, hay libros, folletos y una estampita de Mama Antula. A su lado, está su esposa María Laura. “Papito mío, Claudito, ¿estás bien, necesitás algo?”, le preguntará seguido, con esa complicidad incondicional del amor.
Perusini recibe a El Litoral para contar su historia sin pruritos en permitirse lágrimas de emoción. El encuentro es en ese mismo living donde, en julio de 2017, Mons. Giobando y la familia de Claudio hicieron la invocación a la beata ahora santa, y le pidieron el milagro por la vida del entonces convaleciente. “Aquí, aquí fue, donde estamos ahora sentados”, insiste María Laura.
Claudio Perusini tuvo una infancia feliz, en la casa familiar donde vivían su padre, su madre, su abuela y sus cuatro hermanos. Fue en la década del ´60: “Era salir todos los días con los chicos de la cuadra a casar cuisitos. Acá estaba lleno. Pero lo más tradicional era hacer ‘guerra de toronjas’. ¡Nos agarrábamos a toronjazos!”, rememora y le brota una risa. Su papá era ferroviario y docente; su madre, ama de casa.
Pero lo mejor de su barrio era cuando se acercaba el Festival del Folclore. Todo el mundo se revolucionaba. Y ni que hablar con la histórica Fiesta del Tomate: llegaban a presentarse Luis Landriscina, Horacio Guarany, Teresa Parodi. Eran otros tiempos, donde la concordia y la comunión vecinal eran reales y todos se ayudaban entre todos, sin intermediaciones tecnológicas.
“Escuchá esto: Landriscina llegaba en avión para la fiesta. Mi tío lo fue a buscar en su Gilera (la tradicional moto) y lo trajo a esta casa. ¡En la Gilera, con la valija! A mi hermano más chico el gran narrador de cuentos lo tuvo en brazos”, cuenta Perusini. Ya un poco más grandecito, y como el mango no sobraba en una familia de clase media laburante, Claudio empezó a recoger en las quintas frutas y verduras, y las vendía en el hogar familiar. Sólo para ayudar a parar la olla.
Claudio y su esposa María Laura Baranda, en la intimidad del hogar.
Luis Cetraro.
Cursó durante dos años sus estudios secundarios en el Industrial. Luego pasó al Nacional y, por esas cosas del destino, terminó en el Colegio Inmaculada. Estudió la carrera de Filosofía en la Universidad Católica, sólo un año. Más adelante en el tiempo, se recibiría de profesor de esa disciplina.
-Por lo general se piensa que en la filosofía, a Dios, la fe y a las religiones sólo se las puede abordar como objetos de estudio desde una mirada escéptica y crítica. ¿Cómo fue en su caso la relación entre sus creencias religiosas y la filosofía?
-No todos los filósofos son escépticos. Están aquellos que son muy creyentes.
Quizás en sus años de mocedad, Claudio Perusini no encontraba su razón de ser, su misión en el mundo, pero íntimamente sabía lo que quería: ir a la Compañía de Jesús. “Allí fui muy feliz, como lo soy ahora (se emociona en su confesión). Trabajaba todo el día y estudiaba. Me recibí de profesor de Filosofía (más tarde estudiará Teología). Pero no paraba de hacer cosas. Aquella experiencia fue hermosa”, rememora, secándose una lágrima con el puño de su chomba amarilla con mangas largas y cuello.
En la Compañía de Jesús, en el año ‘78, conoció a Jorge Bergoglio. Con él mantendrá una relación entrañable en el tiempo. Claudio y quien sería Papa mucho después salían a caminar, porque Bergoglio debía hacerlo por indicación médica. Buenos aires, ruta a pie: Callao y Lavalle, Corrientes, Peatonal, calle Santa Fe, luego de vuelta hasta Callao, y después retorno a casa. Una hora y media de caminatas, de charlas íntimas.
En lo alto del mueblecito que atesora libros de todo tipo, no sólo sobre teología (se observa una bellísima edición del Quijote de Cervantes), hay una foto del Papa Francisco, Claudio y María Laura. Durante esa visita al Vaticano, le llevaría de regalo al Sumo Pontífice cerveza artesanal hecha por él mismo. Es uno de sus grandes hobbies: producir cerveza con sus propias manos, sus propios lúpulos y granos de malta.
Pero en la Compañía, tras el paso del tiempo y los estudios, llegó un momento bisagra en su vida. Había que pedir la ordenación para ser cura. “Le decía a mi jefe sacerdotal: ‘Yo no siento nada. Si quiere seré maestro, ¡lo seré! Pero no me ordene de cura porque no siento que debo serlo”. No tomó los hábitos. Se casó con María Laura a principios de 1990.
“Aquí la verdadera protagonista es ella, Mama Antula”, subraya convencida María Laura, ferviente devota de la primera santa argentina. “No hay explicación científica para mi mejoría”, apunta Claudio. Para un creyente católico, la explicación es un milagro.
Luego de que el “hombre milagro” de Mama Antula decidió que no sería cura, se fue a Río Gallegos, Santa Cruz. Allí se conoció con María Laura, en el Colegio Salesiano. Se enamoraron, se casaron y después llegaron los hijos. En 2007, Perusini concursó para docente y se fue a trabajar con su esposa a la Cordillera, que es donde viven hoy: Lago Posadas, Santa Cruz. Ese es el lugar en el mundo de la familia.
Claudio, ya jubilado, fundó una escuelita secundaria en el pueblo. Además de educar, allí se cuidaban abejas para obtener miel (apicultura), se criaban pollos, había una huerta. Lo hizo todo en conjunto con los alumnos, muchos de los cuales no tenían otra cosa que esa escuela: la gran obra de Perusini. Parecía una suerte de “contraprestación” de su parte, de devolución de favores a una entidad divina
“Una vez, un turista llegó y preguntó si podía conocer el establecimiento educativo. Luego, dijo: ‘Esto se parece a un colegio jesuita’”, cuenta Baranda. “Creo que Dios teje en nuestras vidas. A veces nos pone el dolor por delante. Pero hay que entenderlo. Él va tejiendo nuestros destinos”.
Con su jubilación, Claudio recibió un regalo de su esposa: un curso para aprender a hacer cerveza artesanal. Y le picó el bichito del apasionamiento. Además se interesó mucho por la crianza de abejas.
-¿Qué representa esta estampita (la misma que estuvo en la habitación de la terapia intensiva del Cullen) de Mama Antula para ustedes? N. del R.: Se produce un momento de silencio donde se percibe recogimiento, agradecimiento, devoción.
-M. L. Baranda: Ella fue mi compañera durante todo el trayecto de la enfermedad de Claudio. Fue quien me escuchó. Yo sólo le pedía que mi marido estuviera más tiempo con nosotros, porque lo necesitábamos. Por otro lado, basta con leer la historia de Mama Antula para darse cuenta de que es una mujer muy actual. Ella enseña con su vida. No me alcanzarían las palabras de agradecimiento.
-C. Perusini: Nosotros fuimos donde vivió (Villa Silípica, Santiago del Estero). Ella tenía las cosas tan claras que “se peleó” con todo el mundo. Es muy profunda la admiración que tengo por ella. Era una mujer con las cosas muy claras.
El “hombre milagro” muestra un palo de quebracho traído de Villa Silípica. Hay gentes que lo usan para ayudarse a caminar. Y restos de tierra de aquel pueblo santiagueño pobre y olvidado en el tiempo, hoy con un puñado de habitantes, donde nació María Antonia de San José (Mama Antula) en 1730, la beata a quien ahora el Papa canonizará para convertirla en la primera santa argentina. Claudio Perusini es, en todo caso, parte de la obra de una jesuita que entregó su vida a predicar el mensaje de Cristo.