Las autoridades del Servicio Penitenciario Federal constantemente les decían: “De aquí saldrán muertas o locas”, sin embargo, a fuerza de creatividad, organización y capacidad tanto individual como colectiva, lograron sobrevivir.
Liliana Ríos militaba en la Juventud Peronista. En septiembre de 1976 fue detenida en Santa Fe, en la pensión donde vivía junto a su compañero de entonces. Los golpearon, los encapucharon y los mantuvieron desaparecidos durante unos 15 días. Siempre esposados y siempre con los ojos vendados, sin comer y pidiendo por favor para ir al baño. Años más tarde supieron que ese lugar era la casita azul, un centro de tortura.
Al ser “legalizados” fueron llevados a la Guardia de Infantería Reforzada, en Santa Fe. “Había muchas mujeres en mal estado físico, pero a pesar de todo fue una alegría encontrarme con los abrazos y las caricias de otros que estaban igual”. Desde ese lugar, Liliana –junto a otros presos y presas─ fue trasladada en avión a Devoto, en un vuelo donde las torturas no faltaron, pero según recuerda, a la peor parte se la llevó un sacerdote tercermundista.
VIVIR Y SOBREVIVIR EN LA CÁRCEL
“Nuestra vida se desarrollaba en la celda, ahí comíamos y ahí al lado de la cama estaba la letrina. A las siete era el horario del recuento. Para esa hora teníamos que estar vestidas y con la cama hecha. Si encontraban algo que consideraran fuera de lugar o simplemente porque sí, nos castigaban. Lo que buscaban era quebrarnos la moral”, contó Liliana al programa televisivo Hashtag, que se emite por el canal AET. Una de las tantas formas que encontraron para sobrellevar el encierro y el maltrato fueron las clases de diferentes temáticas, estipuladas en algún horario determinado: “Lo que una sabía lo brindaba a la otra. Si había una profesora de Historia, ella daba clases de historia, nos sentábamos y escuchábamos a la profesora. Nos interesaba la historia y la literatura, pero yo por ejemplo tuve de compañera de celda a una arquitecta que nos enseñaba dibujo y cómo combinar los colores”.
EL CALABOZO
Si las presas eran descubiertas haciendo algo que no estuviera permitido, eran llevadas al calabozo, una celda oscura y mucho más chica, de “doce pasos por dos”, detalla Liliana, quien pasó varios días ahí dentro: “A las seis de la mañana te sacaban el colchón y te lo volvían a dar a las 10 de la noche, cosa que no pudieras dormir y te quedaras sola con tu imaginación”.
Lo bueno es que la presa del calabozo no quedaba sola del todo. Las presas del piso de abajo, para hacerle más llevadera la estadía, cantaban canciones y de ese modo la acompañaban. “Estaban siempre atentas”, agregó sonriente.
COMUNICACIÓN
Las presas políticas de Devoto adoptaron varias estrategias de comunicación, tanto para evadir las censuras en las cartas que enviaban a sus familiares, como para contactarse entre ellas.
“Vivíamos cuatro en una celda. Dormíamos en cuchetas de chapa que estaban adosadas a una pared. El mismo tornillo que sostenía la cama de una celda, sostenía la de la celda de al lado. Entonces le hicimos un agujerito alrededor del tornillo para hacer una especie de teléfono y así charlar con la presa de la celda de al lado. Otra forma de charlar con las vecinas era utilizando el caño de las piletas”, recuerda Liliana, y agrega: “Eso era clandestino, lo hacíamos siempre y cuando estuviéramos seguras de que las bichas (así llamaban a las guardias) no anduvieran cerca”.
Siempre había alguna compañera creativa, y una de las formas de creatividad fue utilizar las pocas herramientas que tenían, para hacer arte. Dentro de la celda contaban con aguja e hilo para coser los uniformes cuando se rompían. Con eso y con el papel metálico de los cigarrillos, las presas bordaban. Al notar que les faltaba colores, les pidieron a sus familiares que en las visitas llevasen toallas a rallas, de las que es posible sacarles el hilo, y así obtener la materia prima.
“Alguna vez los guisos habrán tenido un trozo de carne, entonces cada tanto aparecía un huesito. ¡A la que le aparecía uno era la gloria! Porque con el huesito se tallaba, había compañeras con mucha destreza para eso. Hacían cruces, tallaban en relieve florcitas… Pasaban horas y horas tallando con una aguja”.
“La remolacha era otro tesoro que recibíamos. Comíamos verdura muy de vez en cuando, eran días excepcionales, cuando llegaba la Cruz Roja y querían demostrar que comíamos como los reyes. Entonces, cuando llegaba la remolacha había que cuidarla, la envolvíamos y luego la usábamos como rubor. Porque nosotras éramos presas, pero seguíamos siendo mujeres y tratábamos de estar lo mejor posible para que cuando llegaran los familiares no nos encontraran con la cara pálida y verdosa que en realidad teníamos”.
LAS PRESAS HOY
“Nos une un hilo de oro, lo que se fue construyendo en la cárcel dura hasta el día de hoy. Tenemos grupo de whatsapp, hablamos de los nietos…”, cuenta Liliana con emoción, y agrega que gracias a esa conexión surgieron los siete libros “Nosotras en libertad”, en el que cada una de las ex presas políticas cuenta qué le pasó al salir de la cárcel.
Contar lo vivido, a pesar de lo mucho que puede llegar a doler hacerlo, es, según Liliana Ríos, “un compromiso con las generaciones siguientes.