El poemario exhibe, sin ánimo de denuncia pero con honestidad, sobre la explotación y a la vez la épica que tiene ser obrero en la “República del Cordón”, algo así como “poner el lomo un rato bajo el sol litoral” (para el asado como para el trabajo).
Si bien se trata de una serie de poemas inspiradas en el territorio industrial del Gran San Lorenzo, la obra también se lee como “una saga familiar narrada por un hijo, que también es padre, que se pregunta por su estirpe (y hace que nosotros al leerlo nos preguntemos también por la nuestra)”, precisa en un prólogo Javier Roldán cuya apreciación es pertinente.
Los poemas son cortos pero potentes. Muchos que establecen escenas, imágenes y hasta sensaciones epidérmicas, en torno a qué significa haber crecido en el seno de una familia trabajadora, en la que su padre manifiesta a punto de jubilarse: “soy papelero”.
Entre sus construcciones más preciadas, se destacan el ruido de fondo de la fábrica cuando aún la ciudad y los pájaros duermen; la nieve de cenizas que contaminan vecinos; el término “Ypefeano”, una épica posible en la fábrica; las declamaciones de una madre a su pequeño sobre la ausencia de papá, que se va al turno noche, y sin embargo su insistencia para que falte alguna vez; La aventura junto a su madre y abuela, de pasear por Verbano; el status de los aceiteros (Los mejores sueldos); Los tanques de YPF que miran como bestias grandes a un ciclista
En torno a la decisión de escribir un poemario fabril, Leonardo Berneri describió a Mirador que lo vive “como una fatalidad”, y explicó: “Ojalá hubiera nacido en Mendoza para escribir sobre montañas. O en la costa. Los poemas surgieron de un doble enojo. Uno, con el territorio: el Cordón Industrial es la utopía neoliberal consumada; vemos la riqueza del país irse, pasar de largo por los puertos, mientras los barrios populares y la desigualdad no dejan de crecer (nada que no se sepa, pero que no acaba nunca de tolerarse). Y el otro enojo, con la idea de trabajo misma, tal como se entiende hoy: como la demanda hiperbólica de producir, de ser eficiente, eficaz, exitoso, etc; una vida estructurada total y absolutamente por la productividad, sin resquicio para otra cosa”.
Precisó sin embargo que la escritura lo acabó traicionando, “como sucede cada vez que uno se propone escribir”, y acabaron apareciendo otras cosas que lo salvaron “de escribir un panfleto”.
En los poemas se percibe la dureza de ser obrero, pero pienso que no cae por ello en una romantización: la lista de echados y los suspendidos, el turno noche y no poder faltar nunca, la gratificación. “Había, en el comienzo de la escritura de los poemitas, cierta voluntad denuncialista, pero luego eso se diluyó. Si el tema de la dureza de ser obrero permaneció es porque proviene del relato de las voces familiares en torno a la fábrica y las vidas en la fábrica, ¡que son duras! Y el interés acabó estando más ahí, en recrear poéticamente esas voces, y menos en denunciar las condiciones de trabajo que, de hecho, ni siquiera viví porque yo nunca pisé una fábrica”.
Una hélice que tritura restos de papel para volver a hacer papel, tiene un final sangriento; un mellizo que mató a su hermano en un accidente laboral; los jóvenes ingresantes que lloran “por un dedito menos”, entre otros, son poemas con algo del humor cáustico de Tarantino. “En toda esa serie de poemas habla el padre de ese sujeto poético que, a modo del ventrílocuo, va adoptando las diferentes voces de la conversación familiar a lo largo del libro. Supongo que cierta desafección en el discurso del obrero respecto a lo que sucede en su ámbito de trabajo –esa “dureza”–, al tratar cosas tan tremendas, provoca ese efecto. No los escribí pensando en darles un tono humorístico, pero felizmente lo tienen y lo descubrí después de escritos”.
En el poema “Qué hacer”, Berneri planteó la famosa disyuntiva: si viajar y estudiar para “cumplir el sueño de movilidad social ascendente” o trabajar de químico, papelero, portuario o aceitero. En su caso, planteó: “El discurso paterno sobre la fábrica y el trabajo, ha de haber obrado lo suyo, porque creo que nunca consideré trabajar en la fábrica. Estudié primero diseño gráfico y enseguida dejé por Letras. Desde la adolescencia temprano me gustaron los libros y las computadoras, así que sabía que quería hacer algo que tuviera que ver con alguna de esas dos cosas: sentado en un escritorio. Empecé Letras en la UNR y acabé estudiando el profesorado en el Olga Cossettini, para recibirme más rápido y trabajar (la fatalidad proletaria: supongo que es un camino común en las familias de procedencia obrera). Después volví a la UNR para hacer la Maestría en Literatura Argentina y ahora dicen los papeles que estoy haciendo el doctorado (sobre la obra de Elvio Gandolfo), aunque no avanzo con eso desde hace un par de años”.